Un día para olvidar

Ayer fue mi cumpleaños.

Según pasa el tiempo te vas dando cuenta de que estas celebraciones pierden muchísima intensidad, no porque pesen los años (al contrario) sino porque las obligaciones cada vez son mayores, la mayoría de la gente pierde la memoria (otros simplemente el interés) y además las pequeñas desilusiones no entienden de momentos especiales.

Obviamente no se puede decir que fuera el mejor día de mi vida.

A pesar de ello, esta mañana, mientras convertía en zumo un par de naranjas enormes para desayunar y me debatía entre tostar alguna rebanada de pan o echar mano de la tarta que compró mamá, con la mente más calmada he llegado a la conclusión de no darle la menor importancia a los contratiempos.

Además soy plenamente consciente de que la dejadez de algunos no es suficiente (ni tampoco justo) motivo para empañar el esfuerzo y el detalle de todos los que sí se acordaron de felicitarme y hacer del 4 de junio un día algo mejor de lo que parecía ser en realidad.

Aparte de eso puedo decir que nuevamente me voy con la lección aprendida: Y es que los únicos que quedan en los momentos que lo merecen son mi familia, mi chico -y su familia- y algunos pocos amigos que siempre están ahí cuando se les necesita.

Por lo demás tengo una cosa muy clara: como ayer no lo puede celebrar, lo haré otro día. Y será a lo grande porque no todos los años se cumple el cuarto de siglo.

¿Para que amargarse por nada cuando ni tan si quiera se tienen motivos de peso?

Ahora estoy segura de quienes se acuerdan de mí de verdad y quienes lo hacen por simple compromiso o por tratar de quedar bien. Y eso también es de agradecer.