El placer de dormir acompañados

Mucha gente piensa que dormir es sinónimo de perder el tiempo.

Si ya nunca estuve de acuerdo con tal afirmación, cuando la falta de sueño es patente y las ojeras me llegan casi hasta los tobillos (como es el caso), directamente mandaría al carajo a todo aquel que se atreviese a decir semejante cosa delante de mí.

Y es que dormir es un placer, sobretodo si se hace acompañada de quien más quieres.

Las circunstancias del momento nos impiden pasar juntos todas las noches que quisiéramos. Pero alguien dijo una vez que a falta de pan, buenas son tortas y para eso precisamente se inventaron las siestas.


No sé qué pasa, que cada vez que nos tumbamos en mi cama para charlar tranquilamente, un silencio de esos que resultan deliciosamente serenos y nada incómodos se apodera por completo de la habitación hasta que finalmente terminamos los dos dormidos, abrazados el uno al otro para despertar sobresaltados por las horas que hemos pasado bajo el hechizo de Morfeo.

El hambre y las ganas de comer o, lo que es lo mismo, dos lirones en potencia. Eso es lo que somos porque, sencillamente, nos encanta hacerlo: a los dos nos encanta dormir. Y si es juntos, el bienestar se multiplica hasta el infinito.

Por eso mismo, y tras mucho pensarlo, el nene y yo hemos llegado a la conclusión de que el primer mueble de nuestra futura casa será, precisamente, la cama. Una cama amplia, mullidita y realmente calentita en invierno.

Lo demás es secundario.

Que me aspen si esos despertares no son de lo mejor de este mundo.