lunes, enero 21, 2008

El dilema de la etiqueta

Sábado por la tarde.


Como a mi chico le toca trabajar en el turno de tarde esta semana, hoy tengo mucho más tiempo de arreglarme. Quizás en un ataque narcisista de esos que nos dan a veces, se me ocurre que me apetece sorprenderle. Quiero que hoy me vea realmente guapa.


Todo transcurre con aparente normalidad: después de la rutinaria depilación, me meto en la ducha con casi dos horas de antelación, me seco el pelo para rizarlo (porque a él le gusta así), me visto con esos pantalones que le vuelven loco, me pinto un poco (sombra aquí, sombra allá) y, cuando ya estoy preparada, me dispongo a salir de casa con más tiempo que el de costumbre. Así no llegaré tarde, como siempre.


En ese instante recuerdo que aún no he estrenado la cazadora de cuero que me regaló mi madre para reyes. ¡Puede que esta sea una buena ocasión! Enseguida la saco del armario y me la pruebo delante del espejo, mirándome por todos lados.


Perfecta.


Aprovecho que ya la tengo puesta para colocarme la bufanda, coger el bolso y apresurarme a salir de casa. ¡Voy genial de tiempo!


Pero... ¡Oh no! Cuando bajo el último escalón del portal me doy cuenta de que se me ha olvidado quitar la etiqueta que colgaba del cuello de la chaqueta.


Nuevamente se da en mi vida una de esas situaciones en las que se te plantea todo un dilema que debes resolver en tan sólo milésimas de segundo: “¿Qué hago? ¿vuelvo a subir para quitarla? ¿La dejo puesta y la quito más tarde? ¿Y si se nota? ¿Y si la gente la ve y se ríe de mi?”


Ante esta última posibilidad, aprovecho que el ascensor está en el piso bajo y subo de nuevo a casa, abriendo a toda prisa la puerta.


Como alma que lleva el diablo, me quito el bolso, la bufanda y, por supuesto, mi radiante chaqueta nueva para enseguida ponerme a buscar unas tijeras... Sí, esas mismas tijeras que siempre tienes tiradas de por medio pero que nunca eres capaz de encontrar a la hora de la verdad. Como en este caso, por ejemplo.


Tratando de no perder mucho tiempo, cojo un cuchillo de la cocina, el primero que tengo a mano, y trato de cortar el hilo. ¡RAS! Miras el hilo y ves que la etiqueta sigue allí, impasible ¡Mierda! Está demasiado duro. Pruebo de nuevo y en lugar de cortar la etiqueta me llevo medio dedo mío por delante.


“Vamos bien”...


Empieza a brotar la sangre y una, que es demasiado frágil y se marea con suma facilidad, empieza a encontrarse fatal. Suelto el cuchillo mientras farfullo por lo bajo y con los dientes apretados un montón de palabrotas. Ahora lo que prima es encontrar algo con lo que curarse.


Me siento en la taza del WC para no caerme y me limpio la herida. No es demasiado profunda así que pronto deja de sangrar, pero cuando me levanto me veo frente al espejo, me doy cuenta de que todo el maquillaje se había estropeado con el sudor del mareo.


Aquí justamente es cuando se me plantea el dilema número dos: ¿Retocarlo o quitarlo todo directamente?


Ya desanimada y a punto de llorar de la propia rabia, opto por la solución fácil: "A la porra con el maquillaje". Aún se nota el cerco rojo de la cera en la zona del bigote, pero da igual. A estas alturas ya me siento más espantosa que nunca.


Una vez desmaquillada, intento retomar la búsqueda de las tijeras perdidas para deshacerme de la dichosa etiqueta que desencadenó todo esto, pero sabiendo que va a ser inútil, esta vez decido arriesgar y probar suerte con el cúter que había encima de la mesa. Ahora sí: a la primera.


Comienzo a repetir el ritual de antes de salir de casa y me pongo el abrigo, subo la cremallera y...y... ¿Por qué se engancha? ¿Por qué no sube más? ¡Oh, no! Lo que faltaba: ¡Me he pillado el pelo!. No hay manera de poder quitarlo simplemente tirando de él. Insisto, pero lo único que consigo es hacerme un nudo del carajo y daño, mucho daño.


Definitivamente, hay que cortar por lo sano. Y aquí no hay cuchillo ni cúter que valga, necesito las tijeras de verdad.


En este momento las blasfemias han subido de tono considerablemente y me sorprendo gritándome e insultándome a mi misma, incluso pidiéndole ayuda al cielo por si existiese alguien allí arriba y fuese tan amable de echarme un cable.


E voilà! Por fin logro encontrar unas que, aunque no eran las que yo buscaba, me valen para deshacer el entuerto.


El trasquilón que queda en la melena es considerable, pero como no hay ya tiempo de arreglarlo, me recojo un poco el pelo con una pinza que había por allí y listo.


Me coloco la bufanda, el bolso y una vez cierro la puerta con llave miro el reloj para darme cuenta de que han transcurrido exactamente 20 minutos desde que comenzó todo.


De nuevo toca correr. Y de nuevo toca llegar tarde, seguro...


Afortunadamente el autobús no tarda demasiado en llegar a la parada y consigo reunirme con mi novio justamente a la hora que habíamos acordado, aunque el ya estaba allí esperándome.


Sin darme un beso ni decirme siquiera un hola, suelta un sonoro: “¡Pero qué guapa vienes hoy, cariño!”.


En ese instante solo acierto a sonreír con cara de niña buena, mientras le doy un beso en la mejilla y dentro de mi suspiro estalla un tremendo acompañado de un desdichado “Si tu supieras, amor mío”


1 comentario:

Elizabeth dijo...

Holaaaa:

Acabo de leer tu relato, pobrecitaaaa todo lo que te ocurrió ..in-cre-i-ble! jajajaja.

Me has hecho recordar que en una ocasión acudí a un matrimónio muy pijo y cuando terminó la recepción mi marido se da cuenta que de un costado del saco me colgaba una hermosa etiqueta rectangular tamaño king size, jajjajaja ,que verguenzaaaaa.


Lo bueno que al final todo salió bien y tu novio te encontró preciosa.


Un abrazo, escribes muy bien FELICIDADES!


Kairel

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