Como un león enjaulado

Dejándome llevar por la más absoluta desgana y a sabiendas de que no tengo nada mejor que hacer, me enciendo un cigarrillo. Después de hacerlo me doy cuenta de que es la primera vez que fumo a solas para no pensar. De hecho, son muy raras las ocasiones en que yo fumo.

Definitivamente algo no va bien dentro de mi cabeza cuando ni tan siquiera un libro ha conseguido hacerme olvidar el reloj.

Mientras mamá observa entretenida un concurso de televisión mostrándose empeñada en ayudar continuamente a los participantes soplándoles las respuestas desde el sofá de casa, papá y el enano (que ya es más grande que yo) terminan de arreglarse.

En pocos minutos me quedaré sola. Otra vez.

La ventana entreabierta, además de hacerme sentir este fresquito otoñal (que se agradece de verdad), me deja escuchar lo que sucede en la calle.

Absorta en mis pensamientos miro (pero no observo) a un par de chiquillos que parecen estar jugando a ver quien de los dos es capaz de gritar más alto. Lo cierto es que ni sus chillidos ni el estridente ladrido de Luna, la perra enorme de enfrente, molestan tanto como el incesante claxon de ese coche negro que entra en la calle a la espera de que baje la persona a la que ha venido a buscar.

Me pongo de mal humor. Y también gruño, como un león enjaulado. Porque así es exactamente como me siento: como un león enjaulado.

“En este santo vecindario deben no existir los telefonillos, los timbres ni el socorrido toque al móvil. Ni tampoco los relojes porque se siguen las mismas pautas sea la hora que sea”.

Después de todo un verano sin pegar ojo gracias a ellos y esos pensamientos que me aturden, sobretodo, al caer la madrugada, el cansancio y la desesperación hacen mella en mí estado de ánimo. Más de la que creía.

De nuevo me inunda la indiferencia. Y sí, también la desgana.

Entonces me doy cuenta de lo largas que se me hacen las semanas en que el nene trabaja con el turno de tarde y además yo no tengo otra ocupación mejor que la de observar el lento movimiento de un par de manecillas que en mi cabeza parecen haberse detenido eternamente.

Con urgencia necesito que lleguen las 11 para hablar con él. Y abrazarle para sentir su calor. Porque, cuando me encuentro así de mal, además de mi mayor apoyo también es él mi mayor válvula de escape.

Y mientras tanto, a ver si llega un trabajo que me haga sacudirme esta sensación de ¿Impotencia? ¿Inutilidad? No sé ni como llamarla… pero el caso es que la llevo encima de mí todos estos días.

Foto vista en Google imágenes.

Ahora son mis pensamientos los que me piden que me esfuerce en escucharles a ellos y no a todo lo que transcurre a mi alrededor. Me piden distracciones. Necesitan y quieren distracciones.

No sé qué hago que aún no he empezado, si quiera, a buscarlas con tanto empeño como busco ese empleo.

¿O quizás ya las he hecho exponiendo aquí mis penas?

No sé...

¡Pero qué jodido es el aburrimiento!